Winslow Homer
Año 1890
© Spencer Museum of Art
Los dos personajes que aparecen en este cuadro –la mujer y el pescador– conversan plácidamente en una playa, gracias, en parte, a la sombra que les proporcionan las nubes, ya que de estar bajo el ardiente sol, no se encontrarían tan cómodos manteniendo la conversación. ¡Quién no ha experimentado esa agradable sensación de frescor que proporciona una nube al tapar transitoriamente el sol! Winslow Homer (1836-1910) –uno de los mejores pintores estadounidenses del siglo XIX– se fijó en ese detalle de las sombras de las nubes y lo plasmó en este lienzo, título incluido. En la época en que fue pintado, Homer había fijado su residencia en Prouts Neck, en el estado de Maine; una pequeña península situada en la costa atlántica del NE de los EEUU, donde el contacto directo con el mar condicionó la temática de los cuadros de su última etapa. En ellos dominan las escenas costeras, sin abandonar el naturalismo que caracterizó toda su obra. Durante los duros inviernos en Maine, el artista viajaba con frecuencia hacia el sur, buscando el calor, a lugares como Florida, las Bahamas o las Bermudas. Aquellos cálidos y luminosos parajes quedaron plasmados en varias de sus acuarelas. Volviendo al cuadro que nos ocupa, las nubes que dan lugar a ese juego de luces y sombras son estratocúmulos. Este género nuboso ocupa una gran extensión horizontal, presenta formas redondeadas, así como tonalidades grisáceas. Al no estar situados a demasiada altitud (por debajo de los 2.500 m), las sombras que proyectan suelen alcanzar el suelo, cosa que deja de ocurrir con nubes más altas. Dicha circunstancia depende también del tamaño de la nube. En la década de 1930, el escritor ruso Yákov Perelmán publicó una serie de libros de divulgación científica que tuvieron una gran aceptación. Uno de ellos lleva por título “¿Sabe Vd. Física?”, y en el capítulo dedicado a las cuestiones relativas al sonido y a la luz, calcula las dimensiones que tendrá la sombra de una nube situada a 1.000 metros de altitud sobre la que incide la luz del sol bajo un ángulo de 45º. Haciendo uso de un poco de trigonometría, Perelmán deduce que si la nube mide menos de 12 metros de diámetro, su sombra no llegará a alcanzar la superficie terrestre. Para el caso de una nube de mayor tamaño (situada a esos 1.000 metros de altitud), proyectará su sombra completa sobre el suelo o el mar, siendo dicha sombra 12 metros más corta que la longitud de la nube.
© José Miguel Viñas
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