Claude Monet
Año 1903
© Dallas Museum of Art
En 1890, el pintor impresionista francés Claude Monet (1840-1926) se instaló en Giverny, un pequeño pueblo a las afueras de París, y allí, en torno a su casa, construyó un jardín japonés que contaba con un estanque con nenúfares y otras plantas acuáticas, lo que, junto a los juegos de luces y de sombras y los reflejos del paisaje –cielo incluido– sobre las aguas, inmortalizó en algunas de las obras más conocidas de su última etapa. A Monet, como fiel exponente del Impresionismo, le interesaba sobre manera capturar con sus pinceladas sueltas los momentos únicos e irrepetibles que nos brinda la atmósfera y los aspectos cambiantes de los elementos naturales, percibidos de manera distinta en función del momento del día en que los observemos. Las flores, el agua, la nieve, el humo o las nubes no escaparon a la atenta mirada del artista, que dibujando al aire libre con gran celeridad –para evitar así que la luminosidad ambiental cambiara sustancialmente durante la ejecución de la obra– lograba captar la fugacidad del momento, brindándonos a los espectadores unos cuadros llenos de vitalidad, de gran belleza y armonía. En palabras del propio Monet: “El motivo [de los cuadros] es para mí del todo secundario; lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo”. Este lienzo nos permite observar la imagen reflejada del cielo y encontramos en dicho reflejo un par de manchas blanquecinas, que identificamos claramente con la imagen invertida de sendos cúmulos que crecen en lontananza, por encima del horizonte reflejado en la parte superior del estanque, y que la exuberante vegetación del fondo impide ver directamente. Un prodigio de composición pictórica y una forma original (invertida) de observar el cielo.
© José Miguel Viñas
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