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Mágico atardecer
La presencia del sol en las cercanías del horizonte garantiza siempre un bonito espectáculo celeste. Ver atardecer, lo mismo que contemplar la salida del sol al alba, es una experiencia única e irrepetible, que nos llena de emociones. La manera en que se dispersa la luz solar cuando el astro rey ocupa posiciones bajas en la bóveda celeste, explica las tonalidades rojizas y anaranjadas que tiñen el ambiente durante el mágico crepúsculo matutino y vespertino.
A lo largo de nuestra vida solemos ver más atardeceres que amaneceres, ya que estos últimos nos pillan a menudo dentro de nuestras casas, despertándonos del reparador sueño nocturno o dormidos todavía. A medida que se acerca el verano, gracias al mayor número de horas de sol y a la mayor templanza del ambiente, nuestra presencia en la calle es mayor, pasando mucho más tiempo a la intemperie. Dicha circunstancia nos permite a menudo ser testigos directos del ocaso solar, cuyo despliegue de colores capta nuestra atención.
La presencia de nubes en las cercanías del horizonte resulta determinante en la espectacularidad final de la puesta de sol, ya que sus bordes amplifican notablemente la luminosidad ambiental. Con el cielo completamente raso, observamos una progresiva degradación del azul celeste hacia los tonos cálidos (amarillentos, anaranjados, rosados y rojizos) en que se ve rodeado el disco solar en los momentos previos a su ocultación. Dependiendo de la limpieza del aire, la porción de cielo no azul se extiende más o menos por encima del horizonte, siendo también variable la vivacidad de los colores.
La presencia de una elevada concentración de partículas en suspensión en las capas bajas de la atmósfera da como resultado unos vivos atardeceres, hasta el punto de que las nubes del ocaso parecen brillar con luz propia. Son los llamados candilazos o arreboles, bien conocidos, desde antaño, por las gentes del campo, que los tomaban –con buen criterio– como señales de cambio de tiempo. La luz que envuelve el ambiente se torna mágica, provocando en nosotros un sentimiento de admiración.
Prácticamente todos los grandes literatos y poetas se han dejado seducir en algún momento de sus vidas por un atardecer, plasmándolo en sus escritos. Jorge Luis Borges se expresaba así en uno de sus poemas: “Siempre es conmovedor el ocaso/ por indigente o charro que sea,/ pero más conmovedor todavía,/ es aquel brillo desesperado y final/ que arrumbra la llanura, /cuando el sol último se han hundido”.
© José Miguel Viñas
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La fusión de la nieve
Escribo estas líneas en el arranque de la primavera 2010, que vino precedida de un invierno extraordinariamente nivoso en las montañas ibéricas. Con el ascenso de las temperaturas propio de la estación, la nieve comienza a fundirse a gran velocidad y en grandes cantidades, lo que supone un aporte de agua extraordinario para nuestros ríos y acuíferos, aumentando el riesgo de aludes en las zonas montañosas de mayor pendiente y acumulación de nieve.
Son varios los procesos que contribuyen a fundir la nieve depositada sobre el suelo. Aparte de la temperatura del aire, antes apuntada, la radiación solar que incide directamente sobre el manto nivoso contribuye también a fundirla, aunque sólo en una pequeña proporción, ya que la nieve recién es capaz de reflejar del orden del 90% de la radiación incidente, actuando casi como un espejo. En la medida en que la nieve se va ensuciando al irse acumulando polvo y otros elementos sobre su superficie, la fusión por la incidencia directa de radiación solar es mayor.
El viento sería uno de los factores que contribuyen más eficazmente a derretir la nieve. Con el aire encalmado, aunque la temperatura ambiental sea alta, la fusión no es demasiado importante, pero si comienza a soplar viento, el intercambio de calor entre la nieve y el aire se incrementa de forma notable y el manto nivoso mengua con rapidez. Por otro lado, con las grandes amplitudes térmicas diarias que suelen darse en primavera, la nieve cambia de aspecto y de propiedades dependiendo de que sea de día o de noche. Su superficie se ve sometida diariamente a un ciclo de fusión y recristalización, adquiriendo unas características que los esquiadores identifican con el calificativo de “nieve primavera”.
La primera helada que tiene lugar sobre una capa de nieve virgen, provoca la formación de una escarcha superficial que inicialmente forma una finísima costra de hielo. Si el manto de nieve se mantiene sobre el suelo durante varios días o semanas, las sucesivas heladas nocturnas de radiación provocan una recristalización sucesiva del hielo y el tallado de estructuras geométricas de gran belleza. Durante el día, gran parte de esa costra helada se funde, volviéndose la nieve pastosa, mientras que por la noche, al enfriarse más la superficie que el interior del manto de nieve, el calor retenido por éste, deja escapar vapor de agua que al llegar a la superficie se sublima, formando bellas estructuras de hielo.
En la fotografía que acompaña este texto podemos observar en una de esas delicadas estructuras la transición de sólido a líquido. La imagen forma parte de una bonita serie de macros que el 2 de marzo de 2010 captó con su cámara mi buen amigo Ramón Baylina, acompañado de su inseparable Conxi, en el Puerto de la Bonaigua (2.072 m), en el Pirineo de Lleida. Una vez más, Ramón hizo gala de su condición del mejor retratista del hielo que conozco por estos lares.
© José Miguel Viñas
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Cañones antigranizo
Son varios los países, entre ellos España, que tienen diseminados por distintos lugares de su territorio cañones antigranizo, cuyo principal objetivo es el de bombardear las nubes y conseguir de esa manera proteger a los campos de cultivo del peligroso pedrisco (granizo de gran tamaño). En esta singular carrera armentística, los chinos son los que llevan la delantera al resto del mundo, dedicándose también a provocar lluvia y nieve artificial, según ellos a su antojo.
En la mayoría de los casos, provocan lluvia o nieve con el único fin de limpiar de polvo y partículas contaminantes el irrespirable aire que envuelve sus grandes ciudades. En noviembre de 2009, anunciaban que habían provocado la primera nevada artificial en Pekín; en algunos medios pudimos leer también que la magnitud de la misma se les había ido de las manos. El año anterior, durante la celebración de los JJOO, dio también bastante que hablar el bombardeo de nubes que efectuaron para evitar que la lluvia desluciera la ceremonia inaugural de los Juegos. A pesar de estos aparentes “éxitos” del ingenio humano, los procesos que dan lugar o evitan la precipitación (lluvia, nieve, granizo…) son tan sumamente complejos que cualquier intervención externa sobre ellos conlleva unos resultados no del todo previsibles, y por lo tanto fuera de control.
Previamente a la precipitación que tiene lugar en el seno de determinadas nubes, en su parte alta coexisten cristalitos de hielo y gotitas de agua superenfriada de tamaños microscópicos. La coexistencia de ambos elementos es transitoria, ya que con el paso del tiempo, los cristales de hielo comienzan a crecer a expensas de las gotitas, que ceden a mayor ritmo que el hielo vapor de agua al ambiente. Dicho vapor es captado muy eficazmente por los cristalitos de hielo, iniciándose la formación de los distintos elementos precipitantes. Si en esa parte alta de la nube inyectamos partículas que sean capaces de actuar como núcleos de congelación, conseguiremos producir más hielo allí arriba, lo que finalmente se traducirá en lluvia o nieve en la parte inferior.
Para tal fin, se emplea desde hace tiempo el yoduro de plata (AgI), que es una sal con una gran capacidad higroscópica; es decir, atrapa con facilidad al vapor de agua. Las partículas de yoduro de plata actúan, por tanto, como núcleos de congelación o condensación. Si sembramos una nube con dicha sal, conseguiremos, en determinados casos, desencadenar los procesos que dan lugar a la precipitación, cosa que a veces no llega a ocurrir si contamos únicamente con la presencia en el aire de los núcleos higroscópicos de origen natural.
La siembra de yoduro de plata puede actuar también como inhibidor del pedrisco en el caso de las tormentas. Cuando se dan las condiciones propicias para el crecimiento de grandes nubes tormentosas (cumulonimbus), es tal la cantidad de vapor de agua que las vigorosas corrientes de aire ascendentes envían a la parte alta de dichas nubes, que los granizos que allí se forman son de gran calibre. Si inyectamos yoduro de plata se forman más cristales de hielo, lo que al final se traduce en una mayor cantidad de granizos, pero más pequeños. En los mejores casos, lograremos que no lleguen al suelo como tales, de manera que la tormenta sólo deje algunos chubascos de lluvia, o como mucho que caigan granizos pequeños, de los que no causan daño.
Para tratar de conseguir ese objetivo, lo más habitual es lanzar una especie de bengalas desde cañones situados en tierra, cuya carga es el yoduro de plata, que explotan al llegar a cierta altura, esparciendo las partículas en la zona de interés. Para aspirar a obtener unos resultados satisfactorios se requiere una buena coordinación y un seguimiento exhaustivo de la evolución atmosférica mediante todas las herramientas disponibles (imágenes de satélite, radar, datos de estaciones en tierra…). En algunas campañas antigranizo se emplean unos quemadores diseminados por la zona que se quiere proteger, de manera que cuando los núcleos activos de las tormentas se acercan a su posición lanzan su carga hacia arriba.
© José Miguel Viñas
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Gotas en el cristal
Quizás le hayan llamado la atención alguna vez las gotas de agua que quedan depositadas sobre el cristal de una ventana después de haber llovido. Si las observa con atención durante algún tiempo, llegará a entender cómo se evapora el agua en la atmósfera y la manera en que interactúan las gotas entre sí. Aparte de este ejercicio de erudición, merece la pena por sí misma la contemplación de ese estampado de perlas efímeras de singular belleza.
Aunque es evidente que las gotas de lluvia caen siempre de arriba a abajo –desde la nube donde se forman hasta la superficie terrestre–, no acostumbran a hacerlo según la vertical exacta del lugar (la dirección que marcaría una plomada), sino que están dotadas de cierto desplazamiento lateral, provocado por el viento que en mayor o menor medida siempre sopla. Si la trayectoria de las gotas en su caída se ajustara perfectamente a la vertical, los cristales de las ventanas apenas recibirían impactos de ellas, salvo unas pocas salpicaduras, lo que vemos que ocurre a veces, aunque no es la norma.
Lo normal es que al comenzar a llover, los cristales de las ventanas empiecen a mojarse de forma progresiva. Lo harán en mayor o menor medida en función de cuál sea la intensidad de la lluvia y del viento. Con elevadas intensidades, el efecto sería parecido al de arrojar cubos de agua o manguerazos sobre una ventana, formándose una película de agua permanente sobre ella. Cuando la lluvia cesa, sobre el cristal queda instalado un rosario de gotas de todas las formas y tamaños, muchas de ellas irregulares, tal y como pone de manifiesto la fotografía que acompaña este texto.
Es a partir de este momento cuando resulta interesante observar la evolución de esta distribución de gotas tan anárquica. Las más pequeñas, fruto principalmente de las salpicaduras que provocó el impacto de las gotas de mayor diámetro contra el cristal, son las primeras que se evaporan. Algunas de ellas y de las de tamaño intermedio, en su lento deslizamiento por el cristal, terminan incorporándose a las más grandes, que al aumentar de tamaño no pocas veces inician un precipitado descenso, formando un hilillo de agua a su paso que deja una estela de minúsculas gotitas y va atrapando en su caída a otras gotas que permanecían estáticas, ancladas a la superficie del cristal, hasta ese momento.
El resultado final de esta “dinámica goteril” es la presencia sobre el cristal de cada vez menos gotas pero de mayor tamaño, que van adoptando formas cada vez más redondeadas, hasta que finalmente todas ellas, sin excepción, terminan evaporándose, quedando la superficie totalmente libre de agua. Al contener las gotas de lluvia minúsculos gránulos de polvo que atrapan del aire en su caída y durante su formación en el interior de las nubes, estos minúsculos materiales terminan depositándose en el cristal, quedando las marcas de las gotas, de manera similar al cerco de un vaso sobre una mesa, provocado en este caso por el desbordamiento por sus bordes de parte del líquido contenido en él.
© José Miguel Viñas
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Los frentes
No fue hasta la década de 1920, cuando una extraordinaria generación de meteorólogos afincados en Noruega, estableció las bases de la Meteorología Moderna. Para ello concibieron, entre otros, el modelo conceptual de frente que, algunos años más tarde, gracias a los hombres del tiempo de TV, caló en la sociedad. A pesar de referirnos a los frentes con relativa frecuencia cuando hablamos del tiempo, merece la pena dedicar unas líneas a ellos en esta Aula Abierta.
Fue el meteorólogo noruego Jacob Bjerknes el que llamó frentes a las superficies de discontinuidad que separan las diferentes masas de aire que evolucionan en torno a un ciclón extratropical –lo que popularmente conocemos como “borrasca”-, distinguiendo entre frentes fríos y cálidos, amén de las llamadas oclusiones. La analogía con los frentes de batalla durante la I Guerra Mundial, y sus largas líneas de trincheras, fue lo que llevó a Bjerknes a utilizar la palabra “frente” para identificar a la zona de separación entre dos masas de aire, de manera parecida a cómo una línea de trincheras marca la separación entre los dos ejércitos enemigos.
Pensando en las borrascas que comúnmente nos afectan, la mayoría de ellas son frontales y llegan por el Atlántico hasta la Península Ibérica. Según van evolucionando a lo largo del llamado “frente polar”, fuerzan al aire frío procedente del Norte a empujar al aire cálido del Sur, formándose los diferentes frentes en las zonas de separación de las masas de aire. Los sistemas frontales viajan hacia el Este empujados por los llamados westerlies, que son las corrientes del Oeste que dominan en latitudes medias o templadas.
El frente frío se forma cuando una cuña de aire frío obliga a ascender de forma brusca el aire cálido situado por delante. Las nubes de este frente son nubes de desarrollo vertical, con frecuencia tormentosas, que alcanzan una gran altura y que dan lugar a intensos chubascos. La masa de aire frío que empuja al frente suele despejar total o parcialmente los cielos tras él, provocando un acusado descenso de temperaturas debido a la entrada de vientos de componente Norte. El frente cálido, situado por delante, se forma como consecuencia del deslizamiento de una masa de aire cálido sobre el aire frío. Dominan en este caso las nubes de tipo estrato, de gran extensión horizontal, y la lluvia, de aparecer, es de carácter más débil, pero más duradera.
En los sistemas frontales asociados a borrascas, es bastante habitual que el frente frío –el que va por detrás– avance a mayor velocidad que el cálido, situado en la parte delantera. La causa de esto reside en el mayor empuje del aire frío de la parte trasera con respecto al que tenemos por delante del frente cálido, que es mucho más estático. Inicialmente, ambas masas de aire frío están separadas una cierta distancia, pero según van evolucionando los frentes frío y cálido, se van acercando hasta entrar en contacto en la parte más cercana al centro de la borrasca. Dicha unión da como resultado a una oclusión, pero ésta puede ser fría o cálida en función de cuál de las dos masas de aire frío –la delantera o la trasera– sea más fría.
© José Miguel Viñas
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Ganchos en el cielo
Con relativa frecuencia, anunciando la mayoría de las veces un cambio de tiempo, aparecen en los cielos azules y despejados delgadas nubes blancas y filamentosas que rompen la homogenidad del hasta entonces cielo raso. Se trata de los cirros y están constituidos por pequeñísimos cristales de hielo que surgen como consecuencia del aumento del contenido de humedad en los niveles altos de la troposfera. En ocasiones, presentan una forma ganchuda muy característica.
No todas las nubes del género cirrus presentan dicha morfología; se trata únicamente de la especie denominada cirrus uncinus, cuyo significado literal –traduciendo del latín- sería “hebras de cabello rizadas”. Ese es justamente el aspecto que presentan estas nubes en el cielo, como mechones de pelo ondeados por el viento y rizados en uno de sus bordes, formando esa especie de gancho que se aprecia en la fotografía. Dicha imagen fue captada en los cielos de León el 24 de julio de 2005 por José Tous Borrás, un gran aficionado a la Meteorología y excelente fotógrafo.
Los cirros de cualquier especie presentan algunas características comunes como los filamentos blanquecinos, de aspecto frágil y liviano, que en ocasiones se extienden como grandes cabelleras de textura sedosa. Los minúsculos cristalitos de hielo de los que están constituidos, forman un fino velo traslúcido que permite pasar la mayor parte de la radiación solar, pero no es del todo transparente a la radiación terrestre de onda larga (infrarroja) que escapa del suelo, lo que contribuye a calentar ligeramente el aire de los niveles inferiores. Se puede comprobar fácilmente cómo en presencia de nubes altas (con sus bases situadas por encima de los 6.000 m de altitud) experimentamos una mayor sensación de bochorno que si el cielo está raso.
La forma ganchuda de estas nubes es un claro indicador de la presencia de vientos intensos al nivel donde aparecen. A menudo, los uncinus delatan la presencia de una corriente en chorro en la parte alta de la troposfera. Las grandes diferencias de velocidad y dirección del viento en las proximidades del chorro, lo que en Meteorología se conoce como cizalladura, provoca un desplazamiento horizontal diferencial de los cristales de hielo que precipitan de los cirros, dependiendo del nivel al que se encuentren. La acción del viento sobre una cortina de precipitación –en este caso de pequeños cristales de hielo– provoca un empuje lateral diferente entre una parte de dicha cortina y las contiguas, lo que da como resultado esa especie de garras o ganchos.
© José Miguel Viñas
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Pluma de hielo
El hielo, en ocasiones, puede adoptar unas formas sorprendentes, capaces de desconcertarnos cuando tratamos de averiguar la causa que dio origen a semejante aspecto. Tal es el caso de esta pluma de hielo formada sobre la hojarasca de un bosque navarro. Lo que a primera vista parece ser una pluma de ave, es en realidad una compleja estructura cristalina, formada por delicadas barbas de hielo de una finura extraordinaria.
La fotografía me la mandó Gloria Latasa, geógrafa y gran conocedora de las condiciones invernales en media y alta montaña. Me cuenta Gloria que en sus numerosas marchas por los montes vascos y navarros nunca se había encontrado con una forma de hielo parecida a ésta. La imagen fue captada en el monte Abartan (1.095 m), en el precioso Valle de Baztán (Pirineo Navarro), el 15 de febrero de 2009 hacia las 10 de la mañana. Aquel día dominaba en la zona una situación anticiclónica, con una temperatura que rondaba los 2 ºC en el momento en que se tomó la foto.
En palabras de Gloria, “realmente fue una mañana fría, con inversión térmica, mares de nubes, escarcha y regatas heladas en algún tramo más arriba. No vi cencellada (la helada se quedaba en el suelo, no afectaba al resto de la vegetación). Eso sí, las plumas [pues Gloria y su acompañante fotografiaron varias] se encontraban en el interior de un bosque de hayas, muy por encima del mar de nubes y donde no vi ninguna otra señal de hielo.” Preguntada por mi sobre el grado de dureza de esas plumas, me decía que no eran duras, deshaciéndose si se tocaban.
La clave en el proceso de formación de esta escarcha tan peculiar, cuyos delicados filamentos recuerdan bastante a la fibra de vidrio, es un importante contenido de humedad en el aire y la presencia de algo de viento sobre el terreno; lo suficiente como para desplazar lateralmente vapor de agua y favorecer su deposición en forma de hielo. Lo más seguro es que durante las últimas horas de la madrugada de aquel día –unas horas antes de sacar la fotografía– con una temperatura de algunos grados por debajo de cero, la inversión térmica estuviera situada ligeramente por encima de la cota donde se localiza el hayedo, aunque la presencia de algo de viento de componente Este (dato que también me facilitó Gloria) impidió allí arriba la formación de niebla. Lo que sí que debió hacer ese vientecillo es ayudar a la sublimación del vapor de agua (paso directo de vapor a hielo) sobre determinados elementos –muy localizados– cuya orientación respecto al pequeño flujo debió resultar decisiva en el proceso de deposición del hielo.
En mi opinión, factores de índole local, como los apuntados, contribuyeron a la formación de algunas plumas de hielo como la de la fotografía. La Naturaleza siempre tiene la capacidad de sorprendernos, regalándonos a veces formas tan caprichosas –en este caso tan familiares– como una delicada pluma, constituida toda ella por hielo. Mirando al cielo, en ocasiones se forma un tipo de cirro (cirrus vertebratus) que adopta una forma parecida. No debe extrañarnos, pues ambos elementos comparten una forma de crecimiento similar.
© José Miguel Viñas
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Heladas negras
Las heladas se producen cuando la temperatura del aire desciende por debajo de 0 ºC. Las más severas son aquellas en las que, aparte de registrarse temperaturas muy bajas –del orden de -10 ºC ó menos– el contenido de humedad del aire es también bajo, lo que suele acontecer, sobre todo, cuando llegan masas de aire polar continental, procedentes del corazón de Siberia, extremadamente frío y seco. En tales casos, tienen lugar las temidas heladas negras y sus efectos nocivos para la agricultura.
Si el contenido de humedad del aire es medio-alto, el enfriamiento que tiene lugar las noches encalmadas de cielos despejados (lo que permite que escape eficazmente el calor terrestre hacia arriba por irradiación), logra saturar el aire junto al suelo, formándose gotitas de rocío sobre las hojas de las plantas y cualquier otro objeto que se precie. En invierno, con temperaturas negativas, se forma directamente escarcha sobre los distintos elementos de la vegetación, lo que identificamos también como una helada blanca.
A diferencia de las negras, las heladas blancas suelen ser benignas, ya que al formarse esos pequeños cristalitos de hielo, se libera en el entorno de los lugares donde se deposita la escarcha una respetable cantidad de calor que hace que el enfriamiento neto del aire sea menor. De esta manera, los tejidos vegetales y los fluidos internos de las plantas no llegan a congelarse por completo, manteniéndose vivos.
Una suerte bien distinta corren esos mismos elementos vegetales cuando la helada es negra, ya que en este caso no hay vapor de agua suficiente en el aire como para formarse la escarcha, y el aire seco a muy baja temperatura quema literalmente las hojas de las plantas y a las yemas y brotes, al congelar de forma súbita sus fluidos vitales (la savia), ennegreciéndose de manera parecida a la nariz o alguno de los dedos de un montañero o explorador polar cuando se expone más de la cuenta al frío extremo. Las heladas negras acostumbran a ser “heladas de advección” en vez de las más comunes de irradiación (enfriamiento nocturno) o de evaporación, al ser precisamente provocadas por una advección –desplazamiento horizontal- de una masa de aire muy fría.
© José Miguel Viñas
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Brisa glacial
Los glaciares, con sus lentos pero inexorables movimientos, son una de las manifestaciones más claras de las fuerzas de la Naturaleza. Ante semejantes moles de hielo, los seres humanos hemos de aceptar con modestia nuestra insignificancia, aparcando por un momento la tendencia natural que tenemos a creernos el centro del mundo. El aire frío que se genera sobre la superficie de un glaciar da lugar a un curioso fenómeno.
Se trata de una brisa heladora que recorre permanentemente la lengua del glaciar en sentido descendente, como si de una cinta transportadora se tratase. Dicho vientecillo se encarga de desalojar constantemente aire frío por la parte delantera del glaciar. Si alguna vez tiene ocasión de ver de cerca un glaciar de los grandes, como el Perito Moreno (uno de los más visitados del mundo, debido a la espectacularidad con la que se desprenden de su parte delantera gigantescos bloques de hielo, cayendo al agua con gran estruendo, para regocijo de los presentes), al situarse frente a la pared de hielo delantera notará sobre su cuerpo dicha brisa glacial.
A diferencia de lo que ocurre con las brisas de valle y de montaña, o con las que aparecen en las costas –que siguen un ciclo día-noche, invirtiéndose el sentido en el que soplan un par de veces al día–, en el caso de la brisa de glaciar se trata de un viento catabático (hacia abajo) permanente que percibiremos siempre y cuando no sople en la zona un viento significativo a escala sinóptica, en cuyo caso es el que pasará a dominar la escena meteorológica. En ausencia de viento, es la brisa del glaciar la que cobra protagonismo, adquiriendo cierta notoriedad al verse favorecida por la fuerza de la gravedad.
En los últimos años los glaciares se han convertido en todo un icono de los efectos perniciosos del cambio climático, ya que los científicos han comprobado que son muy sensibles a las variaciones climáticas, lo que se traduce en cambios importantes en su masa, volumen y longitud. Si bien los glaciares en su conjunto son uno de los indicadores más fiables del calentamiento global, debemos de ser cuidadosos y tener en cuenta que el retroceso que ha experimentado la mayoría en los últimos años no obedece únicamente a un aumento de la temperatura y/o a una menor acumulación de nieve. En algunos casos (como ocurre, por ejemplo, con los glaciares antárticos) los cambios en la masa glaciar se deben más a las complejas dinámicas internas del hielo que a variaciones en el clima.
© José Miguel Viñas
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El barógrafo
Tan importante como conocer en un momento dado cuál es la presión atmosférica, es conocer la evolución temporal de dicha variable meteorológica. Para medir con precisión la presión ejercida por el aire, disponemos en los observatorios de los tradicionales barómetros de mercurio, basados en el mismo principio que el inventado por Torricelli en 1643. Para saber cuál es la “tendencia barométrica” se necesita un instrumento algo más sofisticado.
Dicho aparato es el barógrafo y nos proporciona un registro continuo de la presión atmosférica, cuyos valores va midiendo un barómetro que lleva incorporado, pero de tipo aneroide. En este caso, la medida no se obtiene como consecuencia del movimiento basculante de una columna de mercurio, sino de los pequeños aplastamientos y expansiones que, a merced de la mayor o menor presión atmosférica, sufren una serie de cápsulas metálicas, de paredes delgadas, dispuestas en batería, en cuyo interior se ha hecho el vacío. Para evitar que la presión aplaste completamente dichas cápsulas de Vidi –así se conocen–, llevan incorporadas un resorte que compensa las subidas o bajadas que sufre la presión, transmitiéndose dichas oscilaciones a una pequeña pieza metálica que culmina en una plumilla.
La plumilla está apoyada lateralmente sobre un tambor rotatorio sobre el que se coloca un papel graduado, de manera que va trazándose sobre él la correspondiente gráfica de la presión atmosférica, observándose con nitidez los cambios continuos a los que se ve sometida la variable. Incluso en situaciones de calma atmosférica, lo que en Meteorología se conoce como “pantano barométrico”, la presión sufre pequeñas variaciones (“marea barométrica”), apareciendo en la gráfica pequeños dientes de sierra. El registro es especialmente útil cuando se van perfilando sobre el papel marcadas tendencias positivas o negativas de presión, relacionadas inequívocamente con inminentes cambios de tiempo. A veces esos cambios son bruscos, como cuando se desencadena una tormenta, en cuyo caso aparecen en la gráfica grandes dientes de sierra.
Mediante el barógrafo podemos “construir” una nueva variable de interés meteorológico. Nos referíamos a ella al comienza del artículo. Se trata de la “tendencia barométrica”, que puede definirse como la variación de la presión en un intervalo de 3 horas. De cara a la predicción local del tiempo resulta especialmente útil conocer esa variable, ya que permite, por ejemplo, conocer de primera mano la evolución que va tomando un frente al avanzar, o saber si una borrasca se está profundizando más o menos con respecto a lo que prevén los modelos numéricos. Los predictores trazan mapas en los que unen puntos de igual tendencia de presión. Las líneas resultantes reciben el nombre de isalobaras, que no debemos confundir con las populares isobaras.
© José Miguel Viñas
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