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Lluvia de estrellas

Dedicaremos esta pequeña entrada a una lluvia muy especial. Si bien el origen del fenómeno es astronómico, podemos calificarlo también de meteorológico, ya que tan singular precipitación tiene lugar en el seno de atmósfera. Si fijamos nuestra atención en el cielo estrellado, cualquier noche del año seremos capaces de ver alguna estrella fugaz; ocasionalmente podremos observar una lluvia de ellas, y de forma excepcional un auténtico chaparrón o tormenta.

Aunque nos referimos a esas trazas luminosas como estrellas fugaces, en realidad se trata de minúsculas partículas de polvo interplanetario que ionizan el aire a su paso, al atravesar las capas altas de la atmósfera. La Tierra, en su desplazamiento orbital alrededor del sol, intercepta miríadas de estas partículas que vagan por el espacio. Cuando nuestro planeta cruza la órbita de un cometa, la densidad de esas partículas aumenta significativamente y, en consecuencia, muchas más se ven atrapadas por la gravedad terrestre, iniciando su vertiginosa caída por nuestra atmósfera. La luz que vemos no es fruto de una incandescencia, como se tiende a pensar, sino el resultado del calentamiento que tiene lugar al paso de esas partículas, lo que comprime extraordinariamente a las moléculas gaseosas a lo largo de un estrecho canal de poco más de un metro de diámetro y de varios kilómetros de longitud, produciéndose la ionización antes referida y la emisión de la luz observada.

Las lluvias de estrellas tienen lugar varias veces al año, en fechas aproximadamente fijas del calendario. Esta última circunstancia es debida a la precisión matemática –y por ende predecible– con la que la órbita terrestre cruza las órbitas de distintos cometas. Una de las lluvias más conocidas es la de las Perseidas, conocida también por el curioso nombre de “lágrimas de San Lorenzo”. Dicha nomenclatura comenzó a utilizarse en el siglo XIX, ya que por aquel entonces su máximo (cuando la frecuencia de trazas luminosas en el cielo es mayor) coincidía con la noche del 10 al 11 de agosto (San Lorenzo celebra su onomástica el 10 de agosto). En la actualidad, la fecha en que se alcanza dicho máximo se ha desplazado al 12 de agosto, debido a las perturbaciones gravitatorias a las que periódicamente se ven sometidos los cometas –y la cohorte de partículas de polvo y gases que forman su estela– en su recorrido interplanetario.

El nombre de Perseidas es debido a que dichas estrellas fugaces parecen surgir de la región de la bóveda celeste donde se localiza la constelación de Perseo. En el mes de noviembre tiene lugar otra de las lluvias de estrellas más conocidas: las Leónidas. En este caso, su radiante –nombre técnico usado por los astrónomos con el que se conoce al lugar del firmamento del que parecen provenir las trazas luminosas de una determinada lluvia estelar– está en la constelación de Leo. Volviendo a las Perseidas, las partículas de polvo que las generan son restos del cometa Swift-Tuttle, que completa su órbita alrededor del sol cada 134 años. Cada vez que llueven estrellas sobre su cabeza, sepa que la Tierra está siendo bombardeada por polvo cometario. ¡No tema por dicho “ataque extraterrestre” y disfrute del inofensivo espectáculo!


© José Miguel Viñas

Permitida la reproducción total o parcial de este texto, con la única condición de que figure el nombre del autor y la fuente: www.divulgameteo.es

Panza de burro

El sol de Canarias, al que consideramos –junto a la suavidad de las temperaturas– la principal seña de identidad climática de las Islas Afortunadas, no es aplicable por igual a todo el archipiélago. Con frecuencia, los cielos azules del sur de las islas de mayor relieve, como Tenerife o Gran Canaria, contrastan con la presencia de una capa nubosa en las laderas de barlovento que jalonan las vertientes norteñas, presentando allí el cielo un aspecto plomizo muchos días al año.

A ese techo de nubes de tonalidad grisácea, que, especialmente en verano, tienen sobre sus cabezas los habitantes de Las Palmas de Gran Canaria y de otras localidades del norte de las Islas Canarias, lo llaman los lugareños “la panza de burro”, en clara alusión al color del pelaje abdominal del citado animal, de parecido aspecto al que presenta el cielo. Los calores estivales se ven en parte amortiguados gracias a dicha nubosidad, ya que actúa como una pantalla solar, contribuyendo a refrescar algo el ambiente.

Los responsables de que ese manto nuboso cubra tan a menudo la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria y otros sectores de las islas orientados al Norte y Este son los vientos alisios y la presencia de una inversión de subsidencia. Al quedar el archipiélago canario situado en la zona de influencia del anticiclón de las Azores, sobre la vertical de las islas se producen habitualmente grandes descensos de aire (en el esquema clásico de un anticiclón, el aire desciende en su parte central y al llegar al suelo en su parte periférica tiende a escapar de él, adoptando los vientos una circulación en el sentido de las agujas del reloj en el Hemisferio Norte). Al estar las Canarias ubicadas en el flanco sur del citado anticiclón, los vientos que con mayor frecuencia soplan allí son los alisios del NE.

El aire al descender por la atmósfera se va comprimiendo (pues la presión es mayor cuanto más cerca estemos de la superficie terrestre), y como consecuencia de ello se calienta. Los alisios que soplan en Canarias son los encargados de mantener el aire siempre fresco en la parte más baja de la atmósfera, con un importante contenido de humedad debido a la presencia del océano. La inversión de subsidencia se forma al quedar confinado el aire fresco por debajo de la masa de aire más caliente, situada en niveles más altos de atmósfera. Dicha inversión –de altura variable a lo largo del año y también de unos días a otros– es la que marca el tope superior de la capa de nubes responsable de la panza de burro.

En la formación de esa capa nubosa juega un importante papel el imponente relieve insular. Las escarpadas montañas canarias fuerzan a ascender al aire húmedo que empujan los alisios, y en dicho ascenso logra enfriarse lo suficiente como para condensarse el vapor de agua contenido en él y formarse la nubosidad. Mientras que por encima del estrato nuboso se puede disfrutar del espectacular mar de nubes, por debajo la panza de burro deja un día gris, estando con niebla –ocasionalmente con lluvia– en la zona de contacto de la capa de nubes con el terreno (a media altura en las montañas).

Las capas de nubes no son algo exclusivo de Canarias, si bien allí el régimen de alisios contribuye a su aparición durante muchos días al año. En la terminología popular, aparte de la expresión “panza de burro” (panzaburro), encontramos también la equivalente “panza de burra” (panzaburra), con idéntico significado, si bien en otras zonas de España, como la comarca manchega de La Manchuela, identifican al cielo panzaburra con la tonalidad que presenta el cielo momentos antes de empezar a nevar.


© José Miguel Viñas

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Pozo de nieve

Escribo estas líneas en plena canícula (3 de agosto de 2010), que es la época del año de mayor consumo de helados. Las primeras referencias a este refrescante producto se remontan varios siglos antes de Cristo, en China, si bien sus orígenes son inciertos. ¿Cómo se las apañaban por aquel entonces y en épocas posteriores para disponer del hielo (la materia prima de los helados)? La respuesta está en las nieves de las montañas, debidamente almacenada y compactada.

La mezcla de hielo con jugos de frutas y miel constituyeron los primeros sorbetes de la historia. Aunque todavía tuvieron que transcurrir muchos siglos hasta la llegada de la electricidad y la posterior fabricación de hielo industrial, el ingenio humano dio con la solución para tener hielo durante los meses de verano. Bastaba con disponer de unas neveras naturales en zonas estratégicas de las montañas, donde las nevadas invernales nunca faltaran a su cita. A dichas construcciones se las conoce con el nombre común de “pozos de nieve”.

Aunque dependiendo de los países y regiones, la arquitectura de esos pozos era distinta, los más comunes, de los que se llegaron a construir centenares de ellos en las montañas ibéricas, tenían varios metros de diámetro (algo más de 10 los más grandes) y la cavidad podía alcanzar hasta los 15 metros de profundidad. Tal y como se aprecia en la fotografía, el pozo estaba coronado por una bóveda de mampostería. El acceso al mismo era a través de una pequeña puerta (minimizando de esta manera las pérdidas de hielo por evaporación), existiendo en su interior una estrecha escalera lateral, que permitía bajar hasta el fondo del pozo cuando éste estaba vacío o con poca nieve.

En las zonas más elevadas y escapadas solía aprovecharse alguna sima natural del terreno para almacenar la nieve, utilizándose en ocasiones como neveras naturales los ventisqueros que suelen formarse en las montañas, donde la nieve, convertida en hielo, aguanta sin derretirse gran parte del año.

Cuando tenía lugar una copiosa nevada en la zona donde estaban ubicados los pozos, se ponían en marcha varias cuadrillas pertrechadas con diferentes útiles de trabajo, entre ellos unos capazos de esparto que se echaban a la espalda para trasladar la nieve hasta la puerta del pozo. Tras largas y penosas caminatas por el monte, a menudo bajo condiciones meteorológicas adversas –propias de la estación invernal–, centenares de personas llegaban hasta los pozos. La operación más dura tenía lugar dentro de ellos. Allí  varios peones se encargan de pisar esa nieve que otros compañeros de fatigas les arrojaban por la portezuela, compactándola de forma apropiada, pero a unas temperaturas tan bajas que a menudo tenían problemas de congelación. Para facilitar la posterior recogida del hielo en bloques de tamaño adecuado, se iban acumulando en el pozo, de abajo a arriba, capas de nieve separadas por unas matas de ramas secas llamadas bardujas, que también servían como aislamiento, garantizando así la perfecta conservación del hielo.

Finalizado el invierno, con la llegada de los primeros calores de la temporada, nuevas cuadrillas llegaban a los pozos, para “recolectar” de su interior el preciado elemento. La operación era delicada, ya que había que evitar una excesiva pérdida de la mercancía durante su transporte. El hielo se trasladaba a las ciudades en mula, cubriéndolo de tela se saco y de paja para evitar al máximo su fusión, no sólo por las altas temperaturas sino también por la incidencia del viento.

El comercio de la nieve se inició en España a mediados del siglo XVI y vivió su esplendor en la primera mitad del siglo XIX. Por aquel entonces estábamos inmersos en la Pequeña Edad de Hielo, un periodo frío de largos y nivosos inviernos. En 1874 se inauguró en Terrassa (Barcelona) la primera fábrica de hielo artificial en España, a la que siguieron muchas otras en las principales ciudades españolas. A pesar de ello, el hielo de nieve siguió consumiéndose en muchos lugares de España hasta los años 20 del siglo pasado, y de forma excepcional durante la Guerra Civil y la Postguerra. La última venta de hielo en las calles de la que se tiene noticias fue en Granada el 25 de julio de 1950.


© José Miguel Viñas

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El devastador tornado

La desgarradora belleza de un tornado en lontananza, con su característica silueta cónica, de aspecto sombrío cuando se observa a contraluz, contrasta con la estela de destrucción que causa a su paso; no en vano se trata del fenómeno meteorológico más devastador que existe en la Naturaleza. Afortunadamente, se trata de un fenómeno de escala muy local, por lo que zona golpeada por él no suele ser muy grande, aunque sí la magnitud de los daños ocasionados.

Podemos definir un tornado como una rotación muy violenta de una columna de aire que se descuelga de una nube tormentosa, habitualmente una supercélula. El tornado, de aspecto similar a un embudo, alcanza el suelo desde la base de la nube, a menudo rodeado de otras nubes desgarradas más pequeñas dotadas de una gran agitación, que se desplazan con rapidez a merced de los fuertes vientos reinantes. En algunas ocasiones, la columna de aire giratoria no logra alcanzar tierra firme, en cuyo caso tenemos una tuba (funnel cloud, en inglés). La extraordinaria rotación que da lugar a veces a los tornados, es debida a la presencia de una fuerte cizalladura vertical de viento, variando mucho dicho viento, tanto en dirección como en intensidad, entre el nivel del  suelo y los primeros tramos de atmósfera.

El embudo es visible gracias a la presencia del polvo que succiona del suelo, así como a las gotas de agua y granizos presentes en su interior. Los diámetros de los tornados son muy variables, ya que van desde unos pocos metros (microtornados) a algo más de un kilómetro, en casos excepcionales. El diámetro más común sería del orden del centenar de metros. En el centro de un tornado se genera una presión tan baja que da lugar a unas rachas de viento extraordinarias a su alrededor, superiores, en algunos casos, a los 500 km/h. La velocidad de desplazamiento típica de un tornado es de 50 a 80 km/h, por lo que si vamos en un coche a una distancia prudencial tenemos margen de escapatoria.

En 1971, el profesor de la Universidad de Chicago, Tetsuya Fujita, junto al también profesor de esa Universidad, Allan Pearson, confeccionaron una escala –llamada comúnmente “Escala Fujita” – que permite medir la fuerza de un tornado en función de la magnitud de los daños que es capaz de generar, ya que para tornados de cierta magnitud, no hay aparatos registradores del viento lo suficientemente resistentes, por lo que la intensidad ha de estimarse por métodos indirectos, a través de los  destrozos. Aunque la escala abarca teóricamente 13 categorías, inicialmente se consideró una escala ajustada a los datos observacionales, que consideraba seis grados de intensidad, desde un tornado F0 hasta uno F5.

Los tornados comienzan a ser devastadores a partir del grado F3, en cuyo caso pueden generar vientos de entre 280 y 370 km/h, capaces de hacer descarrilar un tren, destruir una casa de campo o darle la vuelta a un coche como si fuera una tortilla. En la parte más alta de la escala tendríamos los tornados F5, extremadamente destructivos, con velocidades de entre 420 y 550 km/h, capaces de levantar edificios del suelo, lanzar los coches al aire como proyectiles o levantar el asfalto de las carreteras. La posibilidad teórica de que un tornado pueda llegar a generar vientos superiores a esos 550 km/h, ha llevado al National Weather Service de EEUU a implantar la llamada “Escala mejorada de Fujita”, que considera un grado más: el EF6 (en la escala mejorada se emplea esta nomenclatura en vez de F6, F5, F4…), que, teóricamente, podría llegar a generar vientos de hasta 610 km/h, algo, sin duda, inconcebible. 

EEUU es, con diferencia, el lugar del mundo donde la incidencia de los tornados es mayor. Nada menos que el 75% de los tornados que se forman en el mundo tienen lugar allí (tres de cada cuatro). Afectan sobre todo a una región que recibe el nombre del “corredor de los tornados” (Tornado Alley) y que cubre casi toda la parte central y sur de aquel enorme país. Allí se dan, especialmente en el arranque de la primavera, los ingredientes necesarios para la formación de tornados. En ese corredor convergen dos masas de aire de marcados contrastes, cuya combinación resulta explosiva. Por un lado, el aire caliente y húmedo procedente del Golfo de México y, por otro, el aire muy frío procedente del Pacífico Norte, acelerado al descender desde las Rocosas a las Grandes Llanuras. En territorio estadounidense, por término medio, se registran al año del orden de 1.000 tornados, aunque por fortuna sólo una pequeñísima fracción de ellos son devastadores (F3 ó más).


© José Miguel Viñas

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El Niño

El recordado meteorólogo Inocencio Font Tullot apuntaba en uno de sus últimos trabajos que el fenómeno del El Niño ha contribuido como el que más a la internacionalización de la letra Ñ. No le faltaba razón a D. Inocencio, ya que la literatura científica se ha visto inundada en las últimas tres décadas por multitud de trabajos que hacen referencia a tan singular fenómeno natural con destacadas implicaciones en el clima terrestre.

El Niño es la manifestación más clara de la relación que existe entre la atmósfera y el océano. En Meteorología decimos que ambos componentes del sistema climático están acoplados. Cada cierto tiempo, las aguas superficiales del océano Pacifico en su franja tropical –frente a las costas de Perú– se vuelven más cálidas, ya que lo normal en esa zona es que fluya una corriente fría, en tiempos llamada Corriente de Humboldt, en honor al geógrafo y naturalista alemán que a principios del siglo XIX hizo importantes estudios de campo en el continente americano.

El origen de tan singular nombre (El Niño) lo encontramos en la forma cariñosa con la que se referían al niño Jesús los antiguos pescadores del Perú. Ellos habían observado la aparición de una corriente cálida frente a sus costas hacia finales de año, lo que les afectaba enormemente, ya que disminuían espectacularmente las capturas. Los pescadores se veían forzados entonces a pasar la Navidad con la familia, dejando sus barcos en puerto. Además, observaban, a veces, como los meses siguientes eran extraordinariamente lluviosos; algo poco frecuente en la zona. La vuelta a la normalidad llegaba cuando los afloramientos marinos volvían a traer aguas frías ricas en nutrientes, dando lugar de nuevo a la aparición de grandes bancos de peces frente a las costas peruanas.

El fenómeno de El Niño está íntimamente relacionado con las variaciones anuales de la llamada “Circulación de Walker”, que tiene lugar en el océano Pacífico. Si bien se conoce de qué manera se ve afectado el movimiento de las masas de aire en la cuenca del Pacífico y la forma en que se ve alterada esa circulación cuando El Niño entra en escena, todavía no sabemos la causa primera por la que cada cierto tiempo se calientan las aguas de forma tan extraordinaria. Nos surge además la duda de si fue antes si el huevo o la gallina, pues por un lado cuando los vientos se intensifican en la zona se favorece el calentamiento marino, y por otro, ese calentamiento influye decisivamente en la propia circulación atmosférica.

El fenómeno de El Niño no es nada nuevo. Hay evidencias de que existe desde hace cientos e incluso miles de años. La primera referencia científica que habla de la corriente del El Niño data de 1891, y es un estudio publicado por la Sociedad Geográfica de Lima. Respecto a la posible influencia del cambio climático en la intensificación del fenómeno, lo cierto es que desde la década de 1970 han ocurrido algunos de los episodios más intensos de los que se tienen registros (1982 y 1997-98), si bien la falta de datos de los episodios más antiguos nos impide saber si es normal o no el comportamiento observado en la actualidad.


© José Miguel Viñas

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Los 40 rugientes

Los marinos tienen que vérselas a veces con grandes olas y fuertes ráfagas de viento que dificultan la navegación, poniendo a prueba la resistencia de las embarcaciones y en riesgo –en casos extremos– su propia vida. Existen algunas zonas marítimas donde las condiciones meteorológicas son con frecuencia malas. Los duros temporales que se dan allí convierten en temerarias las travesías que discurren por esas aguas, siendo larga la lista de naufragios ocurridos en ellas.

Una de esas zonas es mundialmente conocida como “Los 40 rugientes” (Roaring Forties). Se trata de la franja latitudinal que discurre entre los paralelos 40 y 50 del hemisferio sur. A lo largo del siglo XIX, los Clippers, con sus grandes arboladuras, surcaron los mares del sur a toda velocidad aprovechando el impulso de los fuertes vientos del Oeste que dominaban en el citado pasillo marítimo, conectando Europa con el Extremo Oriente, Australia y  Nueva Zelanda. En realidad, hemos de remontarnos hasta principios del siglo XVII para encontrarnos con el primer marino –el navegante holandés Hendrick Brouwer– que eligió esa vía rápida para conectar Sudáfrica con Indonesia.

Tanto en el hemisferio austral –eminentemente oceánico– como en el boreal, en latitudes medias dominan las corrientes del Oeste (las que traen las borrascas y los frentes hasta la Península Ibérica), si bien en los 40 rugientes y en otras franjas marítimas situadas más al sur, los temporales alcanzan su máxima expresión. El rosario de profundas borrascas que permanentemente rodea a la Antártica, apenas deja unas pequeñas ventanas de relativo “buen tiempo”, de unos pocos días (a veces sólo unas horas), que son las que aprovechan los barcos que se dirigen al (o vienen del) continente blanco. La navegación a través de los estrechos y cabos del sur de América (Estrecho de Magallanes), África (cabos de Buena Esperanza y de Agulhas) y Australia (Estrecho de Bass) resulta con frecuencia muy complicada, pues allí, aparte de las traicioneras corrientes, los vientos tienden a acelerarse, dando lugar a ráfagas muy violentas.

La fama que tienen todas estas zonas de bastante peligrosas y traicioneras para la navegación es, sin duda, muy merecida. Dicha circunstancia tiene su reflejo en los curiosos nombres que los marinos han puesto a estos “corredores de la muerte”. Si el término “rugientes” nos da una idea del ruido que produce la mar agitada en combinación con el viento entre el paralelo 40 y 50 del hemisferio austral, más al sur nos encontramos con “Los 50 Furiosos” (Fourious Fifties), conocidos también como “aulladores” (Howling Fifties). Magallanes, hacia 1520, fue el primero en escuchar esos aullidos, en su intento por localizar un paso marítimo al sur del continente americano.  Pero, sin duda, es en el cinturón de borrascas que  rodea la Antártica donde localizamos el nombre más expresivo de todos. Allí, en una de las regiones de condiciones meteorológicas más adversas de toda la Tierra, localizamos “Los 60 bramadores” (Shrieking Sixties).

Como corolario final, podemos afirmar que la magnitud de un temporal marítimo es directamente proporcional a la intensidad del sonido que genera. 


© José Miguel Viñas

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La pluma

Las nubes y, en general, los celajes son una caja de sorpresas. ¿A quién no le ha sorprendido alguna vez la forma de una nube? Animales acuáticos y terrestres, perfiles de caras y todo tipo de objetos forman parte de la imaginería nubosa. Si bien es cierto que en ocasiones dejamos volar en exceso nuestra imaginación, viendo cosas en las nubes de manera un tanto forzada, hay veces en que las formaciones nubosas reproducen fielmente el objeto que adivinamos a ver.

Tal es el caso de la pluma de la fotografía. Se trata de una nube del género cirrus, cuyos delicados filamentos tienen un asombroso parecido a una pluma de ave. Otra particularidad que salta a la vista es esa especie de agujero en el cielo donde se inscribe dicha formación nubosa. En el mundo anglosajón dichos boquetes celestes que a veces parecen perforar una capa de nubes –normalmente altas, como en este caso– reciben el nombre de “Punch Hole Clouds”. Su formación es debida a un hundimiento local de aire frío sobre una capa nubosa, lo que provoca la evaporación de los cristalitos de hielo de una porción –normalmente circular– de la citada capa. Durante bastante tiempo se ha especulado con la posibilidad de que esos agujeros en el cielo, así como las nubes circunscritas a ellos, fueran consecuencia del tráfico aéreo. Un reciente estudio (publicado en 2010) del National Center for Atmospheric Research (NCAR) ha relacionado ambas cosas. En este caso, la pluma ocuparía un nivel de atmósfera ligeramente superior al del velo de delicadas nubes, también altas, que parecen rodearla.

La nube en cuestión es un cirrus fibratus vertebratus y debe su nombre, por un lado, al aspecto fibrilar que presenta y, por otro, a las vértebras de las que parece estar provista. En la atmósfera podemos tener cirros de cinco especies diferentes (fibratus, uncinus, spissatus, castellanus y floccus), existiendo a su vez hasta cuatro variedades distintas de cada una de ellas (vertebratus, intortus, radiatus y duplicatus). Mediante la combinación de estos nombres en latín puede clasificarse cualquier nube de tipo cirriforme.

La blancura de la pluma es debida a que está constituida en su totalidad por hielo, que como sabemos tiene un elevado poder reflectante. Si las delicadas nubes que rodean el agujero no se observan tan blancas es porque están situadas en un piso ligeramente inferior al de la pluma. En cualquier caso, tanto la pluma como todas las trazas nubosas que aparecen en la fotografía están situadas por encima de los 6.000 m de altura, que es el nivel inferior al que sitúan los cirros en latitudes templadas. A esos niveles de atmósfera la temperatura es del orden de los -25 ºC.


© José Miguel Viñas

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Sol achatado

Los cambios, sólo en apariencia, de tamaño y de forma que sufren los dos grandes astros –el sol y la luna– que surcan los cielos, desvelan cosas interesantes acerca del comportamiento de la luz al atravesar el medio atmosférico. Centrando nuestra atención en el disco solar, cuando éste se sitúa en las cercanías del horizonte, aparte de la ilusión óptica que nos hace verlo más grande que cuando está a mayor altura, es claramente perceptible un achatamiento en él.

Dicha circunstancia es debida a la refracción atmosférica, encargada de curvar los rayos de luz de procedencia extraterrestre (del sol, luna, estrellas, planetas…) según van atravesando la atmósfera. Las trayectorias de esos rayos durante su largo periplo por el espacio interplanetario son rectilíneas, pero al llegar al tope de la atmósfera terrestre y penetrar en ella, van atravesando capas de aire sucesivamente más densas, cada una de ella con un índice de refracción algo mayor que la capa inmediatamente superior, lo que da como resultado una desviación progresiva, curvándose los rayos.

La luz procedente del sol se curva tanto más cuanto más cerca esté el disco solar del horizonte, de manera tal que cuando justo lo roza, con su limbo inferior apoyado en él, la curvatura de los rayos es máxima y equivale a 30 minutos de arco (o medio grado si prefiere), lo que casualmente coincide con el diámetro angular del sol. Dicha circunstancia provoca un hecho sin duda extraordinario y singular, y es que la puesta de sol que vemos en realidad es ficticia, ya que la real se produjo instantes antes, pues la posición verdadera que ocupa el disco solar es por debajo del horizonte y no por encima. Con el amanecer ocurre justamente lo contrario, que vemos al sol salir antes de su salida real.

Las diferencias entre los ángulos de refracción de la luz procedente del limbo superior e inferior da como resultado el achatamiento del sol que comentábamos. El disco solar pierde su forma circular en las cercanías del horizonte, convirtiéndose en una elipse con una relación aproximada entre sus semiejes mayor y menor de 6:5. El efecto es evidente cuando observamos una fotografía de una puesta de sol, ya que la luz cegadora procedente del astro suele impedirnos ver con nitidez la forma del disco, aparte del riesgo de ceguera que siempre conlleva la visión directa del sol. Si el formato de la fotografía es apaisado, bastará con girar 90º la imagen, a derechas o a izquierdas, y colocarla en posición vertical para apreciar claramente cómo el disco no es circular, sino que está algo aplastado.

Como curiosidad final, indicar que el primer científico que estudió en profundidad la refracción atmosférica, cuantificando su efecto, fue el astrónomo Johannes Kepler (1571-1630), quien en su afán de calcular con la mayor precisión posible la posición de las distintas estrellas en la bóveda celeste, atribuyó a la refracción las infinitésimas desviaciones en la posición teórica que debían de ocupar los distintos astros en el cielo.


© José Miguel Viñas

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Polvo de diamante

Las bajas temperaturas reinantes hacen de las regiones polares el paraíso de los amantes del hielo y de toda la multiplicidad de formas que éste adopta, no sólo sobre tierra firme o sobre la superficie marina, sino también en la atmósfera, donde su presencia es muy destacada. Aparte de los cristales de hielo contenidos en las nubes, esas minúsculas estructuras hexagonales surgen también de forma espontánea en aire claro, dando lugar al llamado polvo de diamante. 

Resulta ciertamente espectacular ver flotando en el aire miríadas de puntos brillantes, similares a la purpurina, iluminados por el refulgente sol bajo de latitudes altas. Aunque en aquellos remotos parajes el contenido de humedad del aire no es excesivamente elevado, la temperatura del aire “a ras de hielo” es tan baja que parte del vapor de agua presente en el aire se sublima, transformándose en esos cristalitos de hielo. El fenómeno se llama precisamente “polvo de diamante” porque al producirse con los cielos rasos, cuando es de día y luce el sol, los pequeños prismas de hielo actúan como minúsculos espejos y en el ambiente parecen flotar pequeños diamantes, lo que suele venir acompañado de espectaculares fenómenos ópticos como los halos, parhelios y una gran variedad de arcos luminosos.

En ocasiones, la presencia de esas finas partículas suspendidas en el aire es tan abundante, y su tamaño lo suficientemente grande, como para poder precipitar, dando lugar a lo que la Organización Meteorológica Mundial llama “precipitación de los cielos claros”. Dicha organización internacional define el polvo de diamante como un meteoro, del subtipo hidrometeoro (meteoro acuoso), adoptando un aspecto similar a una neblina, pero compuesta de cristalitos de hielo en vez de gotitas de agua.

En un viaje al norte de Finlandia, realizado en febrero de 2010, Emilio Rey, conocido aficionado a la Meteorología en España, grababa con su videocámara una de estas “lluvias” de cristales de hielo bajo cielo raso. El fenómeno no debe confundirse con el arrastre de copos de nieve por parte del viento desde una nube en la que está precipitando hacia una zona cercana libre de nubosidad. Las fuertes ventiscas que azotan en ocasiones las cumbres montañosas, desplazan lateralmente a sotavento grandes cantidades de la nieve depositada en el suelo, ocasionando esas caídas de copos a largas distancias. Cuando el aire es extremadamente frío y seco, los copos resultantes carecen de esponjosidad y son bastante pequeños, depositándose sobre el terreno y los objetos estrellitas de nieve y otras formas de hielo hexagonales similares a las que constituyen el polvo de diamante.


© José Miguel Viñas

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Nube volcánica

El fin de semana del 17 y 18 de abril de 2010 una nube volcánica acaparó el interés mundial. Algunos días antes, la erupción del volcán islandés Eyjafjalla lanzó a la atmósfera una densa columna de gases ardientes y materiales piroclásticos de distintos tamaños, que empujados por el viento se fueron dirigiendo hacia el Este, provocando el cierre de la mayor parte del espacio aéreo europeo. Una situación tan excepcional como esa merece un breve comentario.

El que un volcán entre en erupción en Islandia a nadie debería sorprender, ya que ese país nórdico se localiza en una de las zonas de la Tierra sísmicamente más activas. Son varios los volcanes que salpican distintas zonas del territorio islandés, muchos de ellos con un largo historial de erupciones de mayor calibre que la del volcán del glaciar Eyjafjallajökull. Éste no fue capaz de lanzar materiales más allá de los 6 a 8 kilómetros de altura, quedando confinados en distintos niveles troposféricos. De haber alcanzado el penacho la estratosfera, las fuertes corrientes de aire que dominan allí arriba se hubieran encargado de dispersar con rapidez las cenizas a lo largo de todo el globo terráqueo, provocando un enfriamiento significativo a escala global. Este tipo de anomalías climáticas se han dado en repetidas ocasiones a lo largo de la historia, provocadas a veces por volcanes islandeses, como el Laki o el Hekla.

Las nubes de origen volcánico presentan algunas particularidades que las distinguen claramente de las convencionales. Los materiales incandescentes que lanza con furia el volcán hacia arriba generan de inmediato un gigantesco pirocúmulo que gana altura con rapidez. En su interior conviven gases tóxicos procedentes de las emanaciones del volcán, con vapor de agua y abundantes piroclastos, que serían los fragmentos de roca volcánica de diferentes calibres –desde las cenizas más pequeñas, con diámetros siempre inferiores a los 2 mm, hasta piedras de considerable tamaño– que tiñen la nube de un color negro característico. La fricción a la que se ven sometidos los distintos materiales ardientes genera una separación de cargas eléctricas, lo que suele dar como resultado la aparición de rayos dentro de la nube de cenizas.

A medida que esa nube va ganando altura, los vientos dominantes van desplazándola lateralmente, formándose una pluma que, en el caso del volcán Eyjafjalla, se extendió varios miles de kilómetros hacia el Este, alcanzando los cielos de gran parte del continente europeo. Al quedar los materiales confinados en los niveles de atmósfera donde vuelan los aviones, ante la posibilidad de que las partículas volcánicas incidieran negativamente en ellos (obturando la salida de gases de los motores y actuando como una lija sobre los perfiles de vuelo), las autoridades responsables del tráfico aéreo se vieron obligadas a ir restringiendo progresivamente las zonas libres para el vuelo, produciéndose un cierre de aeropuertos en cascada, lo que dejó en tierra a millones de pasajeros. Aunque se oyeron voces críticas, tildando la medida de desproporcionada e irresponsable, en mi opinión hay que aplaudir que primara la seguridad aérea por encima de cualquier otra cosa, con independencia de la incertidumbre que pudiera haber sobre el impacto que los materiales volcánicos pudieran tener sobre las aeronaves.

La nube de cenizas ha puesto de manifiesto lo vulnerables que somos ante una “pequeña” erupción volcánica. Las condiciones meteorológicas en esta ocasión jugaron en contra de los intereses de millones de personas confiadas en llegar puntuales a sus lugares de destino. A pesar de los malos momentos que vivieron muchas de ellas, el orden y la normalidad tardaron poco en restablecerse. Las cosas hubieran sido muy distintas si hubiera entrado en erupción el Hekla o el Katla –volcanes vecinos del Eyjafjalla–, al ser muchos más los materiales inyectados a la atmósfera, incidiendo las cenizas no sólo en los vuelos a una escala regional, sino también en el clima y la salud a una escala global.


© José Miguel Viñas

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