Escribo estas líneas en plena canícula (3 de agosto de 2010), que es la época del año de mayor consumo de helados. Las primeras referencias a este refrescante producto se remontan varios siglos antes de Cristo, en China, si bien sus orígenes son inciertos. ¿Cómo se las apañaban por aquel entonces y en épocas posteriores para disponer del hielo (la materia prima de los helados)? La respuesta está en las nieves de las montañas, debidamente almacenada y compactada.
La mezcla de hielo con jugos de frutas y miel constituyeron los primeros sorbetes de la historia. Aunque todavía tuvieron que transcurrir muchos siglos hasta la llegada de la electricidad y la posterior fabricación de hielo industrial, el ingenio humano dio con la solución para tener hielo durante los meses de verano. Bastaba con disponer de unas neveras naturales en zonas estratégicas de las montañas, donde las nevadas invernales nunca faltaran a su cita. A dichas construcciones se las conoce con el nombre común de “pozos de nieve”.
Aunque dependiendo de los países y regiones, la arquitectura de esos pozos era distinta, los más comunes, de los que se llegaron a construir centenares de ellos en las montañas ibéricas, tenían varios metros de diámetro (algo más de 10 los más grandes) y la cavidad podía alcanzar hasta los
En las zonas más elevadas y escapadas solía aprovecharse alguna sima natural del terreno para almacenar la nieve, utilizándose en ocasiones como neveras naturales los ventisqueros que suelen formarse en las montañas, donde la nieve, convertida en hielo, aguanta sin derretirse gran parte del año.
Cuando tenía lugar una copiosa nevada en la zona donde estaban ubicados los pozos, se ponían en marcha varias cuadrillas pertrechadas con diferentes útiles de trabajo, entre ellos unos capazos de esparto que se echaban a la espalda para trasladar la nieve hasta la puerta del pozo. Tras largas y penosas caminatas por el monte, a menudo bajo condiciones meteorológicas adversas –propias de la estación invernal–, centenares de personas llegaban hasta los pozos. La operación más dura tenía lugar dentro de ellos. Allí varios peones se encargan de pisar esa nieve que otros compañeros de fatigas les arrojaban por la portezuela, compactándola de forma apropiada, pero a unas temperaturas tan bajas que a menudo tenían problemas de congelación. Para facilitar la posterior recogida del hielo en bloques de tamaño adecuado, se iban acumulando en el pozo, de abajo a arriba, capas de nieve separadas por unas matas de ramas secas llamadas bardujas, que también servían como aislamiento, garantizando así la perfecta conservación del hielo.
Finalizado el invierno, con la llegada de los primeros calores de la temporada, nuevas cuadrillas llegaban a los pozos, para “recolectar” de su interior el preciado elemento. La operación era delicada, ya que había que evitar una excesiva pérdida de la mercancía durante su transporte. El hielo se trasladaba a las ciudades en mula, cubriéndolo de tela se saco y de paja para evitar al máximo su fusión, no sólo por las altas temperaturas sino también por la incidencia del viento.
El comercio de la nieve se inició en España a mediados del siglo XVI y vivió su esplendor en la primera mitad del siglo XIX. Por aquel entonces estábamos inmersos en
© José Miguel Viñas
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