La primera vez que vi una fotografía similar a ésta, pensé que se trataba de uno de esos montajes fotográficos digitales que tanto abundan en Internet. Bastó una pequeña navegación por la red de redes para comprobar que la nieve rosa existe, que es real, y que fue documentada por primera vez nada menos que por Aristóteles, en el siglo IV A. C. Indaguemos un poco en las causas y las circunstancias que provocan un color de la nieve tan exótico.
En más de una ocasión le habrá llamado la atención, al caer la noche o al despuntar el día, el color rosado que presentan las cumbres nevadas. Las tonalidades rojizas que apreciamos en las cercanías del tramo de horizonte bajo el que esconde el sol durante el crepúsculo, son reflejadas por la nieve, adoptando a menudo ese color rosa que se observa. A poco que gane altura el sol –en el caso del amanecer–, la nieve recupera su condición de blanco elemento, por lo que en este caso no podemos hablar de nieve rosa.
En el caso que nos ocupa, el color de la nieve es una propiedad intrínseca de la sustancia, que no depende del cristal con el que se mire. Históricamente, los montañeros, escaladores o naturalistas que se toparon con ella, especularon con diferentes teorías sobre el origen del misterioso pigmento rosáceo. Algunos pensaban que se trataba de una especie de jugo procedente de la oxidación de las rocas sobre las que se asentaba la nieve. En el año 1818, durante una expedición inglesa que tenía como misión la búsqueda del mítico Paso del Noroeste –en el Ártico canadiense–, el famoso capitán John Ross avistó trazas de color carmesí en la nieve de unos blancos acantilados que se encontraron al cruzar el Cabo York, en la costa noroeste de Groenlandia. Las describió en su diario como “manchas de sangre” e incluso decidió fondear en la zona para tomar unas muestras.
Unas cuantas décadas antes, en 1778, el geólogo suizo Horace Bénédict de Saussure, en uno de sus múltiples periplos alpinos, se encontró con la nieve rosa y tras observarla con ojos científicos pensó que dicho tinte natural era debido a un hongo. No andó del todo desencaminado, ya que algunas décadas más tarde, metidos ya en el siglo XIX, se relacionó esa pigmentación tan peculiar con la presencia de un alga microscópica llamada Chlamydomonas nivalis.
Hoy en día se sabe que hay más de 350 clases de algas capaces de prosperar en agua congelada y de soportar las duras condiciones meteorológicas de la alta montaña. Dichas algas constituyen el crioplancton del que se alimentan otros animales de orden superior que habitan esos parajes. Pueden teñir la nieve no sólo de color rosa, sino también de otros como el marrón o el amarillo. Con la llegada de la primavera, las colonias de Chlamydomonas nivalis empiezan a expandirse con rapidez. Son algas originalmente verdes que, aparte de la clorofila, contienen un pigmento rojo en la envoltura gelatinosa que las envuelve. Dicho pigmento las protege de la peligrosa radiación ultravioleta y es el encargado de teñir de rosa la nieve.
El fenómeno no se manifiesta en la nieve recién caída, sino que se requiere un aplastamiento de ésta, tal y como ocurre en los neveros, donde la nieve va quedando prensada con el paso del tiempo, o en las marcas de las pisadas que los montañeros dejan a su paso. Una de las zonas del mundo donde puede verse nieve rosa todos los años son las cumbres de
© José Miguel Viñas
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