Aunque las más famosas son las Blue Mountains de Nueva Gales del Sur, no hace falta irse a Australia para disfrutar de los tonos azulados de las montañas, que tienen su origen en la luz que emana de la propia atmósfera. El efecto es especialmente acusado a primeras y últimas horas del día; es entonces cuando se despliega ante a nosotros toda la paleta de azules, desde los más tenues en la lejanía hasta los más intensos de zonas próximas.
La dispersión de la luz solar por parte de las moléculas gaseosas que componen el aire es la responsable del color azul del cielo. Dicha radiación luminosa difusa es la responsable de la tonalidad marcadamente azulada que impregna los elementos del paisaje, en especial las montañas. En la atmósfera encontramos también flotando otras partículas que dispersan la luz de distinta manera. Aquellas cuyos diámetros superan en más de una décima parte la longitud de onda del azul (4.858 Å) dejan de dispersar la luz de manera selectiva, esparciendo la luz en todas las direcciones. Esta es la razón por la que en presencia de una bruma o neblina –constituida por gotitas de nube–, el azul de las montañas pierde definición y pasan a dominar los tonos blanquecinos.
Los velos azules que a veces parecen envolver a los bosques en lontananza, son debidos a la presencia en el aire de corpúsculos de menor tamaño que las gotitas constituyentes de las nieblas y neblinas convencionales. La dispersión en este caso es similar a la producida por las moléculas del aire –dispersión de Rayleigh–, dando como resultado la tonalidad azul observada. Si el ambiente en la zona boscosa es demasiado húmedo y tenemos gotitas en suspensión, al aumentar el tamaño de los elementos dispersantes la luz atmosférica deja de ser azulada y se convierte en blancuzca, en la línea de lo que comentábamos al final del anterior párrafo.
Cuando tenemos frente a nosotros una serie de sierras o cordilleras que se suceden y extienden hasta donde nos alcanza la vista, observamos cómo cada línea de montañas presenta un tono azulado diferente. El color azul se degrada con la distancia, y gracias a este efecto tenemos una perspectiva aérea, lo que ayuda a nuestro cerebro a construir la percepción de profundidad. Tal y como apunta John Naylor en su excelente libro “Caído del cielo” (Akal [2005]): “La luz atmosférica hace que una colina lejana parezca desteñida comparada con las más cercanas a nosotros.”
© José Miguel Viñas
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