La presencia del sol en las cercanías del horizonte garantiza siempre un bonito espectáculo celeste. Ver atardecer, lo mismo que contemplar la salida del sol al alba, es una experiencia única e irrepetible, que nos llena de emociones. La manera en que se dispersa la luz solar cuando el astro rey ocupa posiciones bajas en la bóveda celeste, explica las tonalidades rojizas y anaranjadas que tiñen el ambiente durante el mágico crepúsculo matutino y vespertino.
A lo largo de nuestra vida solemos ver más atardeceres que amaneceres, ya que estos últimos nos pillan a menudo dentro de nuestras casas, despertándonos del reparador sueño nocturno o dormidos todavía. A medida que se acerca el verano, gracias al mayor número de horas de sol y a la mayor templanza del ambiente, nuestra presencia en la calle es mayor, pasando mucho más tiempo a la intemperie. Dicha circunstancia nos permite a menudo ser testigos directos del ocaso solar, cuyo despliegue de colores capta nuestra atención.
La presencia de nubes en las cercanías del horizonte resulta determinante en la espectacularidad final de la puesta de sol, ya que sus bordes amplifican notablemente la luminosidad ambiental. Con el cielo completamente raso, observamos una progresiva degradación del azul celeste hacia los tonos cálidos (amarillentos, anaranjados, rosados y rojizos) en que se ve rodeado el disco solar en los momentos previos a su ocultación. Dependiendo de la limpieza del aire, la porción de cielo no azul se extiende más o menos por encima del horizonte, siendo también variable la vivacidad de los colores.
La presencia de una elevada concentración de partículas en suspensión en las capas bajas de la atmósfera da como resultado unos vivos atardeceres, hasta el punto de que las nubes del ocaso parecen brillar con luz propia. Son los llamados candilazos o arreboles, bien conocidos, desde antaño, por las gentes del campo, que los tomaban –con buen criterio– como señales de cambio de tiempo. La luz que envuelve el ambiente se torna mágica, provocando en nosotros un sentimiento de admiración.
Prácticamente todos los grandes literatos y poetas se han dejado seducir en algún momento de sus vidas por un atardecer, plasmándolo en sus escritos. Jorge Luis Borges se expresaba así en uno de sus poemas: “Siempre es conmovedor el ocaso/ por indigente o charro que sea,/ pero más conmovedor todavía,/ es aquel brillo desesperado y final/ que arrumbra la llanura, /cuando el sol último se han hundido”.
© José Miguel Viñas
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