Los ciclones tropicales son una de las manifestaciones más claras de las fuerzas desatadas de la Naturaleza. Aunque nos referimos a ellos, en general, como huracanes, ese nombre sólo deberíamos usarlo para identificar a aquellos que se forman en la zona tropical del Atlántico Norte, el Caribe, el Golfo de México y en la parte oriental del Pacífico Norte.
Para el resto de zonas, los nombres empleados son tifón (oeste del Pacífico) y ciclón a secas (Índico), amén de otros nombres más exóticos de carácter local, como baguío, willy-willy, etc.
Tampoco es raro que se establezcan analogías entre un huracán y un tornado, dado el carácter rotario que muestran ambas estructuras. Sin embargo, se trata de fenómenos de naturaleza y escalas muy diferentes. Un huracán es una gigantesca máquina térmica que despliega toda su furia gracias al aporte constante de energía calorífica, que le suministra el aire húmedo que descansa sobre las cálidas aguas de los mares tropicales. El diámetro de un huracán típico suele oscilar entre los 300 y los
1.000 kilómetros, si bien la zona de vientos huracanados (superiores como mínimo a los
119 km/h, en el caso de un huracán de categoría 1) se restringe a la zona de fuertes tormentas que rodea el característico ojo del huracán.
Esa curiosa estructura es una consecuencia directa de los descensos de aire que se producen justo en la parte central del huracán, lo que despeja los cielos en un pequeño círculo de entre 30 y 65 kilómetros de diámetro. En esa zona el tiempo es de relativa calma, con vientos bastante flojos y apertura de claros en el cielo. El ojo está rodeado de altísimas paredes de cumulonimbos (nubes de tormenta) que forman a su alrededor la espiral nubosa que vemos en las imágenes de satélite, entre cuyas calles se generan los fuertes vientos huracanados. No es raro que esas poderosas tormentas generen tornados a su paso.
La historia que dio origen al nombre de los ciclones tropicales es bastante curiosa. Al principio se les ponía el nombre del santo del día en el que desataban su ira. Esto fue así hasta que a finales del siglo XIX un meteorólogo australiano (un tal Clement Wragge) empezó a usar los nombres de los políticos que no eran santo de su devoción para nombrar a los ciclones tropicales. La idea no cayó bien entre la clase política australiana, y el meteorólogo empezó a ponerles nombres de mujer, seguramente a causa de su misoginia. El caso es que esta costumbre se extendió entre los científicos, adoptando más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, el orden alfabético para ir nombrando los sucesivos huracanes que iban apareciendo cada temporada.
Las presiones del movimiento feminista en los EEUU consiguieron que en 1979 la Organización Meteorológica Mundial decidiera implantar el uso de nombres alternos de hombre y de mujer, manteniendo el orden alfabético, y ese es el criterio que se usa desde entonces para nombrar los huracanes, ciclones y tifones en las cuencas del Atlántico, Índico y Pacífico respectivamente.
© José Miguel Viñas
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