Pocas escenas resultan tan bucólicas como una estampa otoñal, en la que las hojas secas de los árboles forman un tapiz en el suelo y dan a los árboles de nuestros bosques y parques un colorido único. El otoño es probablemente la estación que mayor variedad cromática nos ofrece en cuanto a paisajes se refiere. Caminar sobre la hojarasca y observar a nuestro alrededor las hojas arremolinadas genera en nosotros sensaciones muy placenteras.
Pasear por nuestros bosques caducifolios, rodeados de hayas, robles, castaños, abedules y un largo etcétera de especies arbóreas, se convierte en todo un atracón para nuestros sentidos. Los diferentes tipos de hojas proporcionan una rica mezcla de vivos colores que van desde el rojo hasta el amarillo, pasando por una amplia gama de tonalidades anarajandas, pardas, verdosas e incluso violáceas, dominando en la mayoría de nuestros bosques los tonos parduzcos y marrones.
Es fácil comprobar, cómo la transición del color verde al pardo, propia de la estación otoñal, no es uniforme. La mezcla de árboles de diferentes especies provoca desfases temporales tanto en el cambio de color como en la posterior caída de la hoja, pero incluso un mismo tipo de árbol puede presentar diferentes tonalidades a la vez, como si el otoño actuara selectivamente. Factores locales de tipo orográfico, como la mayor o menor exposición al sol del arbolado (laderas de solana frente a zonas de umbría), dan como resultado microclimas particulares que afectan a un área tan pequeña como queramos.
Con la llegada del otoño, la menor cantidad de horas de sol provoca una disminución de la actividad fotosintética de las plantas, lo que va dejando sin clorofila a las hojas de los árboles caducifolios. Dicha circunstancia, acelerada a veces por el adelanto de las condiciones meteorológicas propiamente otoñales, provoca la pérdida paulatina de su color verde, volviéndose amarillas, marrones, pardas y en algunos casos rojizas, iniciándose su caída, a lo que contribuye muy eficazmente el viento propio de la estación. Hay árboles que mantienen durante bastante tiempo las hojas en sus ramas, y otros que, por el contrario, se desprenden con rapidez de ellas.
El lecho de hojas sobre el suelo cumple una importante función biológica, al actuar como humus y enriquecer de sales minerales el terreno, permitiendo la existencia de la propia foresta. Cuando paseamos por un bosque en otoño, resulta interesante observar la disposición de esas hojas que alfombran el suelo, al igual que la manera en que dichas hojas caen de los árboles. Ambas cosas ponen de manifiesto la forma en que actúan distintos factores de naturaleza atmosférica.
La caída de una hoja muestra siempre determinados patrones de comportamiento, si bien es caótica en su conjunto. Al desprenderse de la rama, sus bordes afilados hace que el aire se arremoline en torno a ellos y tenga lugar una rotación y balanceo, tendiendo a mantener siempre su mayor superficie en un plano perpendicular a la dirección vertical de la caída. No resulta nada sencillo predecir cuál será la trayectoria de una hoja desde que inicia su caída hasta que toca el suelo, ya que dicho movimiento no puede predecirse con la teoría aerodinámica clásica, tal y como ha podido demostrarse.
La manera en que se distribuye la hojarasca por el suelo también arroja pistas sobre el comportamiento del viento a microescala. Las hojas tienden a acumularse en unas zonas, quedando otras con el suelo prácticamente desnudo, lo que pone de manifiesto la existencia de zonas donde el viento se acelera y actúa como una eficaz escoba y otras, como algunos huecos más protegidos por piedras, raíces al aire o irregularidades del terreno, donde van a parar la mayoría de las hojas, amontonándose, al mantenerse allí el aire encalmado.
© José Miguel Viñas
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