A menudo, las blancas estelas que a veces dejan los aviones a su paso llaman nuestra atención, especialmente cuando rompen con la monotonía de los cielos despejados y aparecen como trazos de tiza pintados sobre el fondo azul celeste. Cuando las observamos tras la puesta de sol, adquieren unas vivas tonalidades que contrastan con la palidez que va adquiriendo la atmósfera durante el crepúsculo. Así las fotografió mi querido alumno Carlos Calleja un frío día del invierno 2007-2008 desde el páramo castellano.
Dichas estelas son una interesante herramienta de análisis y predicción meteorológica, ya que su persistencia es un claro indicador del elevado grado de humedad presente en los niveles altos de la atmósfera, lo que suele anunciar un inminente cambio de tiempo.
Formadas a altitudes superiores a los 8.000 metros –en lo que en Aeronáutica se conoce como nivel mintra– y preferentemente en invierno, tienen su origen en los gases calientes que expelen los motores de las aeronaves. Su formación es debida, por un lado, a la inyección de partículas provenientes de la quema del queroseno, que actúan como núcleos higroscópicos -el soporte sobre el que empiezan a crecer las gotitas de agua o los cristales de hielo en la atmósfera- y, por otro, al vapor de agua que, a elevadas temperaturas, escapa de las toberas, lo que supone un aporte extra de humedad que satura el aire. Su congelación casi inmediata, al entrar en contacto con el aire exterior, hace visible la traza nubosa.
Las estelas, una vez formadas, pueden desaparecer con rapidez o ser muy duraderas. Si las condiciones atmosféricas son favorables, las estelas de condensación pueden ensancharse considerablemente, constituyendo en sí mismas nubes altas del género
cirrus.
© José Miguel Viñas
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