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Atrapanieblas


Atrapanieblas

Recuerdo haber leído hace tiempo la historia de un farero (o quizás marino) escocés que se dedicaba a atrapar la niebla –tan común por las costas de Escocia–, para posteriormente almacenarla en botellas. El hecho de que la niebla, a veces, “pueda cortarse a cuchillo”, debió de animar a aquel personaje a iniciar su particular colección de nieblas de distintos espesores. En cualquier caso, se me antoja harto difícil conservar el meteoro en las botellas con su aspecto original.


Si el objetivo de tan singular coleccionista hubiera sido obtener agua de la niebla por ese procedimiento, pronto hubiera caído en el desánimo, ya que la cantidad de agua líquida resultante de juntar las gotitas de la niebla más densa que nos podamos imaginar, atrapadas en una botella, es insignificante. Para formar una gota de apenas un par de milímetros de diámetro sería necesario juntar del orden de 10 millones de esas gotitas, lo que da idea de su tamaño ínfimo. En contra de lo que pudiera parecer, atrapar la niebla se ha convertido en un método bastante eficaz de obtener agua potable en algunas zonas áridas, gracias al desarrollo de unas mallas que, instaladas en emplazamientos favorables, logran atrapar cantidades de agua considerables. 

Los primeros experimentos destinados a capturar el agua de la niebla se llevaron a cabo en Chile a principios de la década de 1960, aunque los resultados iniciales no fueron nada alentadores. El tesón de los dos investigadores que abrieron esta vía de trabajo, Pilar Cereceda y Horacio Larrain, profesores ambos en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y su convicción de que la línea de trabajo que habían abierto terminaría por dar sus frutos, les llevó a seguir intentándolo durante las dos décadas posteriores, alcanzando el éxito y exportando sus métodos de captación a otros lugares del mundo.

En un artículo publicado en agosto de 1997 en la revista Readers Digest, se relataba cómo “a principios de 1981, Cereceda y Larrain colocaron atrapanieblas experimentales en la cumbre de El Tofo. Para ello contaron con el ingenio y el entusiasmo de uno de sus alumnos, Nazareno Carvajal, quien diseñó los aparatos y los construyó con sus propias manos. Cada uno de ellos estaba formado por 0,25 metros cuadrados de malla de polipropileno montada sobre un poste y conectada por una manguera a una botella de dos litros. Cereceda regresó 24 horas después a una de las instalaciones y encontró la botella rebosante. La sustituyó por un pequeño cubo. Dos días después, también éste estaba lleno. ¿Cuánta agua podríamos obtener con unos recolectores más grandes?”

En los años siguientes, se diseñaron atrapanieblas cada vez más grandes y en mayor número, lo que permitió la recogida de agua en unas cantidades tales que se logró abastecer a pequeños núcleos de población de esa árida zona de Chile, donde apenas llueve. Los 75 atrapanieblas, con una malla de 48 metros cuadrados cada uno, que llegaron a instalarse en la cima de El Tofo eran –y siguen siendo– capaces de obtener, en promedio, 13.300 litros de agua al día. El régimen local de vientos es el responsable de empujar contra esa montaña la capa de altoestratos que, de forma casi permanente, se forma, a cierta altura, sobre las frías aguas del Pacífico que bañan esa zona del norte de Chile. Ello garantiza tan extraordinaria captación de agua procedente de la niebla.


© José Miguel Viñas

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